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Zamora, hasta siempre

Ni Bernbach, ni Ogilvy, ni leches. Mi único maestro y lo diré siempre ha sido Fermín Hernández Garbayo. Así era José Luis Zamorano Yebra, Zamora. Castizo, único, absolutamente irrepetible. Empezó a trabajar con Garbayo en Hijos de Valeriano Pérez siendo un niño en pantalones cortos, Pepito, sin siquiera tener la edad legal para ello en aquellos tiempos. Estoy seguro que a él le haría mucha ilusión que a este recuerdo le acompañara algo de su maestro.

Se me ha muerto un amigo con el que los últimos años fuimos construyendo una singular hermandad de dos personas enamoradas del color sepia, aquel que imprime el pasado en piezas de nuestra profesión. Un manto de solidaridad mutua al sentirnos incomprendidos a menudo ahí fuera; dos seres extraños que se preocupaban por custodiar de alguna manera el pasado. Dos Quijotes perdidos. Pero yo sólo apenas era un aficionado, un niño como él siempre me llamaba. Zamora iba más allá, abrazaba la pintura, la escultura, la fotografía… llegando incluso a crear nuevas piezas desde su inmensa colección de arte, ¡era un fabricante de antigüedades! La creatividad, siempre la creatividad.

Estos días su inmenso legado publicitario -posiblemente haya sido el mejor director de arte que hemos tenido en nuestra profesión- ocupará multitud de espacios y conversaciones en su recuerdo. Y claro está, acompañado siempre de su inseparable hermano Michel Malka, cuya pérdida por culpa del Covid le produjo un vacío inabarcable.

Irreverente, hipocondríaco, fabulosamente sensible, una montaña rusa emocional. No conozco a muchas personas que hayan sido capaces de incluir tantas palabrotas y exageraciones en una misma frase. Tropecientosmil estaba entre sus palabras favoritas. Zamorano era un genio en toda su dimensión, y con sus aristas, claro. No me viene a la cabeza alguien que sintiera tanta fascinación por la belleza, alimentada por una curiosidad innata. Lo mismo se emocionaba con un cuadro, una aldaba o una fotografía, que con un collage, una textura o un cartel publicitario. Y siempre su sabiduría gráfica, con una memoria prodigiosa, capaz de explorar esos recovecos del pasado que a cualquier de los mortales se nos escapaba de nuestras vidas. Así me hablaba a menudo de sus padres, por los que sentía devoción, y de un origen muy humilde, en medio de un Rastro madrileño que le vio nacer -y visitar la gran mayoría de los domingos de su vida-, donde era completamente feliz. Zamora se recreaba en su camino recorrido como publicitario, en los detalles, me los narraba y los hacía mágicos, llegando a la épica que regala la suerte de haber sido unos de los principales protagonistas de las páginas más gloriosas de nuestra publicidad. Una publicidad a la que le restaba artificio siempre que podía, reclamando la sencillez de las buenas ideas, por eso aquello de ponerle a su libro autobiográfico el titular No te hagas ni medio lío.

Nos pegábamos horas hablando por teléfono, contándonos los últimos hallazgos que habíamos conseguido para nuestros archivos; lamiéndonos las heridas por sentirnos bichos raros. Le escuchaba mucho. Y así, fuimos construyendo una amistad entre un maestro alejado hace años de la órbita publicitaria y un niño que le admiraba constantemente. Le voy a echar de menos. Muchísimo.

Por Sergio Rodríguez                                                                               
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