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Jóvenes, éramos tan jóvenes


Reunión de Slogan Barcelona y Slogan Madrid en Zaragoza. No me busquéis. Como siempre, me despisté y no posé para la foto.

¿Por dónde iba? Ah, sí. Estaba a punto de iniciarse la década de los 90. Yo era joven, rebelde, intrépido. Acababa de ser fichado por Slogan, una de las mejores agencias de publicidad de Madrid. La vida me sonreía. Bueno, bueno, sin exagerar…, también había algún que otro nubarrón en aquel cielo límpido y azul que era mi existencia. En cualquier caso, aquél fue un momento muy importante en mi carrera profesional. Como alguien me dijo, “estaba en el lugar adecuado en el instante adecuado”. Slogan Madrid era la agencia de la que todo el mundo hablaba: no solo porque había logrado reunir a algunos de los profesionales más reputados del panorama nacional, sino, y principalmente, porque había comenzado a trabajar para la cuenta de la ONCE, lo que suponía un aluvión de dinero para la empresa, así como un enorme aumento de su prestigio de cara a posibles clientes.

Ha pasado un cuarto de siglo, pero siempre habrá un rincón en mi memoria y en mi corazón para Slogan y su gente. Fue una etapa maravillosa y estimulante como solo puede serlo la vida cuando estás descubriendo un mundo nuevo. Por vez primera, vi cómo mi nombre figuraba en las fichas técnicas de los anuncios que se envíaban a las revistas profesionales, y ese detalle me llenó de un orgullo un tanto infantil. Como en todos los proyectos que comienzan, en Slogan se respiraba un ambiente entrañable y realmente divertido. La media de edad de sus trabajadores no superaba los 30 años. El Director General no era un tipo muy diferente a los que te podías encontrar en una sala de conciertos bebiendo una cerveza. La agencia daba sus primeros pasos en la capital y todo poseía un aire primigenio e inaugural. Durante los primeros meses surgió entre todos los que estábamos allí un sentimiento de camaradería que nunca he vuelto a percibir posteriormente en ningún lugar. Eramos rabiosamente jóvenes, pensábamos que ocupábamos el centro del universo, que, de alguna manera, estábamos haciendo Historia (al menos, en lo que se refiere a la publicidad).

Me asignaron una mesa en el despacho que José Luis Esteo compartía con un director de arte brasileño llamado Geraldo, que venía de la revista Vogue. Aunque dedicaba la mayor parte de mi horario a trabajar en las cuentas que llevaban esta dupla creativa, en realidad, yo era un copy para todo, siempre dispuesto a acudir con mi bolígrafo y mi cuaderno de notas allí donde hiciese falta un redactor. Recuerdo, como algunos de mis primeros trabajos en Slogan, un anuncio para una compañía de seguros que me encargó Vallejo, las cuñas que escribí para la campaña “El otro Epi” para la ONCE. Horacio Bertolotti, con su peculiar manera de trabajar, más de una vez puso delante de mis ojos una foto bonita y me pidió que escribiese un texto así y asá. Durante el tiempo que permanecí en Slogan (más de dos años) trabajé para casi todas las cuentas que llevaba la agencia: la ONCE, Ericsson, Bodycare, Turismo de Irlanda, Seguros Amaya, Ducados Rubio… y naturalmente en la mayoría de los concursos a los que nos presentamos. Y así, campaña tras campaña, fui perfeccionando las artes de mi oficio. Fernando Vallejo me animó a aplicar a la publicidad mi arraigada vena literaria (toda una infancia y juventud emborronando papeles con cuentos y poemas); de Esteo aprendí a retorcer cada frase hasta extraer de ella todo su potencial irónico.

Pero sería injusto que solo dedicara unas líneas a estos dos creativos. Slogan Madrid era una agencia llena de gente inolvidable. Nada más abrir la puerta te encontrabas con la simpática Maria José, la recepcionista; en el despacho de los de Cuentas estaba su hermana, Silvia Moreno y sus kilométricos rizos. Allí también estaba Cristina de Póo y un joven de aspecto elegante y maneras aristocráticas llamado Raimundo. Luego estaban los chavales del estudio de arte final: Jorge Candeal (el mismo que luego trabajaría como Director Creativo en Tiempo BBDO y otras agencias), Enrique Mingo y el genial Vito Sánchez, un tipo auténtico y con eterno corazón de niño grande. En el departamento de Medios (todavía las agencias tenían departamento de Medios) estaban Gema, un tipo gordito y algo calvo cuyo nombre no consigo recordar y Carolina Armengol, con cuyo marido Liberto coincidí años más tarde en Bassat Ogilvy & Mather. En Producción Gráfica había una chica bajita y pizpireta de nombre Pía Otermin y su jefe, el gran Emilio Macarro, hombre de verborrea inagotable, sonrisa perenne e hipertrofiado sentido del humor. Anita Tortajada, la secretaria del Director Financiero, Xabier Muntañola, se convertiría en su mujer unos años más tarde. De administración recuerdo a la mística y melómana Carmen de Mora. Luego, con el tiempo, llegaron Otilio y Marga, un “matrimonio creativo” con tanta solera como el de Adán y Eva; Marta y Lourdes, las chicas de producción audiovisual; Javier Fernández, Charo Menéndez, Monona y tantos otros. No puedo dejar de mencionar a Eduardo Martins, director de arte brasileño, con su español de lengua de trapo, su gran corazón y su enorme sentido del humor.

Pero mi verdadero “bautismo de fuego” tendría lugar durante la tradicional cena de empresa de Navidad, que celebramos en un restaurante de El Molar emplazado en una de sus típicas cuevas. Llevaba tan solo un mes en la agencia y mi fama de “Rain Man” aún pesaba en la concepción que de mí tenían mis compañeros. En realidad, no había hablado mucho con ellos y apenas me conocían. Probablemente nada hubiera cambiado aquella noche si no hubiera sido porque, en mitad de la cena, sentado a una larga mesa de madera, aturdido por las voces y gritos de los comensales, con el estómago lleno de chuletas y las manos pringosas de grasa, excitado por los vapores del vino, descubrí, colgada de la pared, una vieja guitarra. (Oh, Señor, nunca dejaré da dar gracias a la música, que de tantos embrollos me ha sacado). Sin dudarlo un instante, abandoné la mesa, cogí la guitarra y comencé a tocar. Prodújose el milagro y una veintena de miradas atónitas convergieron en mí. ¡Rain Man sabía tocar la guitarra! ¡Rain Man cantaba y hablaba! Creo que en esos instantes se estableció una corriente de mutua simpatía entre ellos y yo. Aquella noche toqué blues y boleros, canciones de la Tuna y rock&roll, todo lo que me fueron pidiendo y se me fue ocurriendo. Desde entonces, a mi imagen pública se le asoció la figura de una guitarra. Es algo que me enorgullece, pues de todos es sabido que a los bardos les aguarda un lugar en el Cielo.

Por Javier del Tío Pozo
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